Juan Felipe Franco[1]
Dile que tienen espinas las rosas de los rosales.
Pedro Lemebel
Tengo mis amuletos: las palabras.
Henri Bosco
Las formas en que los seres humanos han constituido comunidad son variadas. Más allá de que este escrito tenga la intención de profundizar en cómo podríamos definir arqueológicamente comunidad, me interesa ahondar en los sentidos; en los sentidos que componen una comunidad y que en la mayoría de las ocasiones se resumen en las variaciones que caracterizan lo comunitario —o lo común— en la cotidianidad de la imaginación material. Para iniciar, entonces, tendríamos que definir lo material dentro de lo comunitario. Con el riesgo que implica usar las palabras, podríamos definir lo material dentro de lo comunitario como los diferentes lenguajes —y metalenguajes— que terminan por convertirse en intercambios —lingüísticos— comunes que no se limitan a la definición de criterios, sino que terminan por denominar la dimensión ampliada de la materia, que en lo concreto termina por configurar el sentido de ensoñación común. Ahora bien, ¿cuál es la materia de lo común? ¿existe una materia de lo común? Me gustaría referirme a la materia de lo común como el alma de lo común; ya lo mencionaría Gastón Bachelard en su ensayo sobre el agua y los sueños cuando afirma: “¡El alma es una materia tan grande! No se atreve uno a contemplarla”.
En la infinidad del alma común, ¿cuáles son los ojos que nos acogen dentro de esa misma alma? ¿Esa alma nos acoge, o los arquetipos de congregación se construyen desde la mirada? Quisiera precisar que en lo común la mirada actúa como lenguaje. En ese sentido, ¿existe algún tipo de identidad dentro del alma común? Antes de abordar el tema central de este escrito, quisiera referirme a la composición misma del alma de lo común. Alfonso Torres, en su libro El retorno a la comunidad, habla de las comunidades utópicas como posibilidad. ¿Es el alma de la comunidad el sentido utópico de esta? En su sentido semántico podríamos hacer referencia al alma de la comunidad como el sentido de cohesión, que, de cierta forma, dota de sentido los discursos, acciones y visiones que navegan en las comunidades.
La sonrisa común, como criterio identitario, tendría entonces que ser el acto que articula la utopía dentro de lo comunitario. Quisiera mencionar ahora varios puntos que han caracterizado mis reflexiones sobre el sentido identitario en la composición comunitaria, entendiendo este como la forma en que el alma común se incorpora a la sonrisa propia; sonrisa que caracteriza las visiones, las palabras y los espirales de deseo individuales.
La manera como se construye el sentido de deseo por pertenecer a una comunidad tendría que ser el primer paso si lo que pretendemos es conocer en su multiplicidad lo comunitario como categoría caminante —o dinámica—. En los últimos años, los sentidos de lo comunitario se han venido abordando desde su sentido netamente materiales, pero ¿Qué ocurre con los sentidos del deseo dentro de la identidad colectiva? Tendríamos que preguntarnos también cuales son los impulsos que configuran el deseo comunitario, ¿Cuál es el deseo inconsciente dentro de lo comunitario?
Gastón Bachelard señala: “La materia es el inconsciente de la forma” (2005, p.19). y en ese orden de ideas cabe preguntarse, ¿cuál es la materia inconsciente de la identidad colectiva? Y, ¿cuáles son los sentidos que caracterizan el deseo colectivo? Podríamos también preguntarnos cuáles son los elementos que componen el sentido de ensoñación común, que no se limitan al deseo, sino que juegan con él. Las formas en las que el alma comunitaria produce los sentidos de identidad (o de pertenencia, si se quiere entender así) navegan entre los círculos de deseo individuales que negocian con los comunes. Lo que tendríamos que preguntarnos, entonces, es qué ocurre con las identidades expulsadas de la comunidad, qué ocurre con los cuerpos transparentes, que en palabras de Evelio Rosero (2019):
[…] No desean comprobar cual ni como es este rostro en un espejo, porque conozco mi rostro a través de mis manos, y mis manos a través de mis labios, […] y sé perfectamente que mi nombre está desnudo como yo, y porque en esto soy absolutamente distinto de los demás habitantes de la casa, que demoran horas frente a los espejos, absortos en sus cuerpos, en sus dos sexos, en sus ojos, en sus cabellos, a los que dotan del color y movimientos más extravagantes, pues ha llegado la hora de confesar que los cabellos son la única especie de vestido que tenemos los desnudos. ( p. 26)
El filósofo italiano Giorgio Agamben en su libro Profanaciones menciona la obsesión que tenían los filósofos modernos con el espejo. Al respecto, señala:
Los filósofos medievales estaban fascinados por los espejos. En particular, se interrogaban acerca de la naturaleza de las imágenes que en ellos aparecían. ¿Cuál es su ser (o, sobre todo, su no- ser)? ¿Son cuerpos o no-cuerpos, sustancias o accidentes? ¿Se identifican con el color, con la luz o con la sombra? ¿Están dotados de movimiento local? ¿Y de qué modo el espejo puede acoger las formas?
Por cierto, el ser de las imágenes debe ser muy particular, porque si fueran simplemente cuerpo o sustancia, ¿Cómo podrían ocupar el espacio que ya está ocupado por ese cuerpo que es el espejo? Y si su lugar fuera el espejo, desplazando el espejo también deberían desplazarse con él las imágenes (2005, p. 71)
Tendríamos que preguntarnos cuáles son los espejos de lo comunitario, y también tendríamos que preguntarnos sobre las obsesiones que se construyen alrededor de lo comunitario. Existen ciertos tipos de separación que se nublan en los espejos de lo común, y así mismo, flotan algunos tipos de separación de los cuerpos que no se recogen dentro de lo comunitario que se fragmenta, o se aísla.
La carne es ya un infierno material, una sustancia dividida, perturbada, incesantemente agitada por querellas. Esa carne de infierno tiene su sitio en el infierno. […] El infierno de la sustancia es precisamente una mezcla de sulfuro contra natura, de húmedo extranjero y de sal corrosiva. Todas las fuerzas de la bestialidad mineral luchan en esa sustancia de infierno. Con esa sustancialización del mal, vemos entrar en acción extrañas potencias de la metáfora material. Se trata en verdad de imágenes abstractas-concretas; estas contienen en intensidad lo que las más veces es expuesto en inmensidad. Tienen su objetivo en el centro de los males, concentran las tristezas. (Bachelard, 2006, p. 58)
Lo que quiero señalar es que hay ciertas discursividades, ciertas actitudes corporales, y ciertas potencias materiales, que expulsan de lo comunitario; y son estas mismas expulsiones las que generan círculos de no profanación alrededor de lo común o lo comunitario. El uso puro en la relación deseo-comunidad ha generado círculos que exponen —de manera ampliada y desgastante— la identidad comunitaria como criterio que se comprende bajo la imposibilidad de profanar, es decir, lo aleja de las posibilidades de acceder a ella —o por lo menos cuestionarla— y se fundamenta entonces la dicotomía entre lo sagrado y lo profano: se limitan las posibilidades de acceder a la experiencia desde la imposibilidad de profanar que podría relacionarse con una intención de fosilizar -o paralizar- la sonrisa y el alma comunitaria.
[…] Ya que profanar no significa simplemente abolir y eliminar las separaciones, sino aprender a hacer de ellas un nuevo uso, a jugar con ellas. La sociedad sin clases no es una sociedad que ha abolido y perdido toda memoria de las diferencias de clase, sino una sociedad que ha sabido desactivar los dispositivos para hacer posible un nuevo uso, para transformarlos en medios puros. Nada es, sin embargo, más frágil y precario que la esfera de los medios puros. Aun el juego, en nuestra sociedad, tiene un carácter episódico, después del cual la vida normal debe retomar su curso (y el gato, su caza). Y nadie sabe mejor que los niños cuán atroz e inquietante puede ser un juguete cuando el juego del que formaba parte ha terminado. (Agamben, 2005, p. 113)
Quisiera dedicar este último apartado a la reflexión sobre el aislamiento. El aislamiento del alma común involucra el sentirse fuera de un cuerpo, o como lo definiría Le Breton, consiste en la experimentación del borramiento ritualizado del cuerpo, que en este caso es un cuerpo fragmentado y que involucra un semsorium común que no se limita al pentagrama de lo individual, sino que trasciende al genius que es la vida misma y posiciona al traslado —o a los cuerpos trasladados— en la zona del no-conocimiento.
Con los ojos empantanados y con la sonrisa común quebrada, los cuerpos excluidos se separan preguntándose sobre el sentido del alma común, que en sus cuerpos ha actuado como bomba de fragmentación apartándolos de a pedazos y convirtiendo las espirales del deseo en círculos que se muerden su mismo centro. Mientras tanto, los peones que cargan con las palabras se posicionan como cancerberos con sed en las entradas del alma. Como si no existiera una figura superior a ellos, como si las gotas no fueran transparentes ante los ojos que sudan inquietud por las cuencas y las narices.
Es en ese momento cuando inicia el abandono a la comunidad, los centros del cuerpo se vuelven felinos y nublan la posibilidad de los caminos. El eclipse comunitario termina por reducirse en las aguas del alma que alimentan de manera diferenciada a los cuerpos, y en algunos casos, los intoxica hasta convertir la piel en un trazo invisible en el que recorren caminos, algunos de color turrón y otros del color de la luna que se vuelve paralela a los lagos dulces, porque los otros los consumieron las ojeras de la sal. En un intento por reconocer la composición orográfica de lo comunitario tendríamos que preguntarnos qué ocurre con el aislamiento. En ese sentido, habría que centrar la visión en el espinudo camino de lo que significa la construcción de una sonrisa común, de la compartida, de las que se reflejan en los espejos de las manos, ¿Y para qué sirven los espejos si no es para multiplicar lo común?
Referencias
Agamben, G. (2005). Profanaciones. Adriana Hidalgo Editora.
Bachelard, G. (2005). El agua y los sueños: Ensayo sobre la imaginación de la materia. Fondo de Cultura Económica.
Bachelard, G. (2006). La tierra y las ensoñaciones del reposo: Ensayo sobre las imágenes de la intimidad. Fondo de Cultura Económica.
Le Breton, D. (1990). Antropología del cuerpo y modernidad. Nueva Visión. Rosero, E. (2019). Señor que no conoce la luna. Editorial Planeta.
[1] Estudiante de sexto semestre de la Licenciatura en Educación Comunitaria con Énfasis en Derechos Humanos de la Universidad Pedagógica Nacional. Correo electrónico: jffrancoz@upn.edu.co.