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Paula Andrea Morales1

Lo que hace falta es perderse y perdernos de vista, toda vez que lo único que parecemos ver, lo único que es visto, es la egocéntrica normalidad cuya infame tentación es la invención de la anormalidad […] porque no hay alteridad deficiente sino una banal y mediocre normalidad.

Carlos Skliar

Las siguientes reflexiones inconclusas nacen a partir de mi vivencia en el colegio público Juana Escobar en la localidad de San Cristóbal, en Bogotá. Allí estuve dos años como docente practicante de la Licenciatura en Educación Comunitaria con Énfasis en Derechos Humanos de la Universidad Pedagógica Nacional y desarrollé mi trabajo de grado con estudiantes de grados quinto y sexto. Un grupo lleno de vida, de esa que acá expondré como infancia vida. Ellos, con sus formas de vivir y construir la escuela, me llevan a cuestionar mis formas de ser, estar, construir y vivir la escuela como docente. Estos son algunos de los pensamientos que nacieron a partir de esta experiencia y que resultan completamente vigentes y vivos en mis prácticas, aunque hoy no me desempeñe como docente en escenarios propiamente escolares.

Infancias anormales

A lo largo del proceso de escolarización obligatoria que se da principalmente en la Inglaterra pos-Revolución industrial surgieron dos grandes categorías para dar explicación y forma al naciente concepto de infancia (Donald, 1995): la primera es infancia delincuente, estos serán aquellos niños nómadas urbanos que tienen como su territorio las calles y nunca cumplirán con la obligatoriedad escolar; la segunda es infancia anormal, quienes serán aquellos niños y niñas que sí cumplen con la obligatoriedad escolar, pero sin acomodarse a sus normas y reglas, sin asimilar los aprendizajes que en ella se imparten.

Surge entonces la pregunta por qué hacer con estos sujetos anormales, la respuesta desde las concepciones clásicas de la educación será: disciplinar, equilibrar, adaptar. Pero, ¿cómo saber quiénes son los anormales? ¿Los desobedientes, los cansones, los divergentes sexuales (lesbianas, homosexuales, transexuales), los ateos, los “líderes negativos”, los inconformes? Parece que en esta categoría caben todos los estudiantes que rompen con la tranquilidad de las filas, el silencio sepulcral, la certeza del docente, las que hemos dudado del mito mariano y como persignadas no nos hemos querido aceptar; tal vez todos aquellos niños y niñas que con sus cambios constantes, con sus búsquedas de identidad, con sus formas de no ser una infancia pasiva sin opinión y moldeable osan romper eso que los tecnicismos de la escuela han llamado “manejo de grupo”.

Y ¿Qué es esto el manejo de grupo? ¿Mantener ordenado y en silencio el salón? ¿Que se (nos) “respete” la palabra y solo se haga uso de ella cuando nosotros lo indiquemos? ¿Que todos los y las estudiantes estén aparentemente atentos a las explicaciones? ¿Saber identificar a los desordenados del salón para controlarles y que no contagien con su indisciplina al resto del grupo? ¿Que nuestra voz sea la única escuchada durante horas?

El manejo de grupo se logra a partir del momento en el que los y las docentes sucumbimos ante el control, construimos y actuamos el performance adecuado para transmitir a nuestros estudiantes lo que las normas de comportamiento dicen que es correcto hacer; qué se debe, cómo y con quién comunicar; cómo deben estar presto a las explicaciones, en qué momentos se deben o no mover y hacia dónde lo deben hacer, qué está bien que piensen y qué no, cómo se deben vestir y cómo no. Cuerpo, mente, corporalidad, aprendizaje, comportamiento, atención, movilidad, percepción, sentimientos, lenguaje, identidad, sueños se pretenden controlar en el espacio del aula. Docentes y estudiantes nos encontramos a disposición y control de lo que es correcto hacer dentro de ella, a disposición de la normatividad del aula, aquella normativa que asegura el control para la efectividad del “acto pedagógico”.

Pero un día, sin darnos cuenta, dicha tranquilidad se ha perdido; un estudiante anormal ha roto con el control que hemos logrado ejercer ante el grupo. ¿Seré yo? ¿Será la clase y sus contenidos? ¿Será el espacio? ¿El tiempo? En absoluto, es él (ella) quien no puede asimilar los conocimientos, el lenguaje, el lugar, el tiempo, las formas “naturales” del aprendizaje que yo, como profesional de la pedagogía, poseo para transmitirle. Pero yo, en mi calidad de buena docente, he cumplido con la labor de identificarlo(la) a través de sus palabras, gestos, silencios y acompañarle en su proceso de adaptación, de inclusión a los conocimientos, tiempo y espacio en los cuales debe estar.

En mi labor como docente he hecho de la tolerancia, el respeto, la comprensión y la convivencia con la diferencia los principios de mi clase y he logrado regresar a la normalidad del aula. He hecho de ese sujeto otro, extraño, la apología al desorden que me inquietaba, que ponía en peligro mi manejo de grupo; de aquel otro incorrecto, anormal, lo que para mí como encarnación de la norma es lo ideal, y aunque este sujeto extraño nunca más será visto como todos los demás he logrado adaptarlo y regresar a mi lugar confortable de tranquilidad rutinaria, a una rutina del aula con sujetos normales, saludables, blancos, masculinos, alfabetizables, a la tranquilidad de preguntar por su equilibrio mental antes que por mis acciones pedagógicas o por su realidad material, social, familiar y emocional he sido políticamente correcta y me he tranquilizado con los eufemismos de la diversidad y la inclusión.

En mi lugar como docente he logrado volver a la banal y mediocre normalidad, en palabras de Skliar, a la mismidad del significado de diferencia para el que es inadmisible la existencia de otras formas de ser, estar, vivir, aprender, hablar, moverse en la escuela que sean opuestas a la normalidad, que sean anormales. Mismidad que construye, conceptualiza, instrumentaliza la relación entre docente y estudiante con base en una única referencia de reproducción de un “uno mismo”, pues se hace del acto pedagógico una proyección de lo que como docente me han enseñado que deben ser las y los alumnos, y a lo que se debe hacer con cada uno de ellos. Se les considera sujetos reducidos a una política de desarrollo social que les minimiza a números, les define bajo los binarismos normal/anormal, perfección/imperfección, inclusión/exclusión y despoja de su experiencia, su historia e identidad.

Bajo las premisas de estos binarismos se construye la relación pedagógica docente/estudiante que le da forma al lenguaje y la representación del aquel sujeto diferente, a partir de la cual la existencia de lo otro, el(la) otro(a) diferente a mí, a nosotros los normales, se convierte en un sujeto que debe ser tolerado, con quien se debe aprender a convivir, se limita a un objeto de reconocimiento, nexo a partir del cual se medía todo tipo de relación que podamos construir con aquel sujeto, es nuestra labor reconocer al anormal, tolerar su color de piel, su lenguaje, su cultura, su forma de aprender, de caminar y hasta de vestir, en pro de la “diversidad” y “la inclusión” se niega toda relación sensible, perturbadora que nos permita generar algún vínculo más allá del de la lástima, la comprensión o la tolerancia, trato que no da lugar a una relación sincera con ese otro, somos solo aquellos docentes neutrales encargados de que nunca olvide su exclusión para hacerle creer la necesidad de su inclusión a la normalidad.

Infancia vida

Estas concepciones y relaciones con las infancias anormales e ingobernables surgen a partir de los conceptos totalizantes que buscan explicar y definir el deber ser de los niños y las niñas. Son muchos los ensayos, libros y vidas académicas que se han dedicado a pensar y reflexionar el concepto de infancia, así que no me quiero detener en esto, ya que basta con teclear en el catálogo de cualquier biblioteca la palabra infancia para que emerjan de sus anales cientos de hojas con análisis e historiografías de lo que es y debe ser esta.

Quiero brevemente retomar la propuesta conceptual de Narodowski (2013) sobre la infancia. Para este autor no es posible concebirla en la actualidad como cuerpos infantiles que responden a las conceptualizaciones de sujetos heterónomos, dependientes de adultos, vacíos de conocimiento, obligados a permanecer en las escuelas; por consiguiente, propone dos categorías con las que busca explicar la infancia contemporánea: infancia hiperrealizada e infancia desrealizada. La primera se refiere a aquellos niños y niñas que rompen con el imaginario infantil tradicional, mantienen una relación constante con la internet, la televisión y los videojuegos y los constituyen en los mediadores de la construcción de sus identidades y formas de relacionarse con el mundo, niños que son maestros de sus padres y de sus maestros, niños que pueden acceder a la información diez veces más rápido que hace algunas décadas, por lo cual sus procesos de aprendizaje sobrepasan los tiempos y modos de la escuela. Las infancias desrealizadas son aquellas que de igual forma rompen con el imaginario clásico de la infancia, pero por ser niños y niñas que no dependen de sus padres, por ser trabajadores; la mayor parte de su vida transcurre en la calle, crecen lejos de las escuelas o no ven en los adultos ninguna figura de autoridad.

Facialmente, podríamos categorizar a los niños y niñas con quienes cotidianamente vivimos nuestras prácticas pedagógicas desde la idea de sujetos heterónomos, dependientes de un adulto, o niños que solo esperan pacientemente llegar a ser adultos, o infancias desrealizadas que no nos “despiertan aquellos sentimientos de protección y de ternura que debieran despertarnos” (Baquero y Narodowski, 1994). Sin embargo, desde una postura crítica, considero que no podemos encasillar en dichas categorías a los sujetos con quienes vivimos y construimos nuestro hacer pedagógico por dos razones: primero, porque estas categorías nacen como explicación totalizante de cierto sector de la sociedad como estrategia de regulación social, segundo porque suponen formas de ser y estar en el mundo a las cuales ellos no responden en su totalidad.

En últimas, la infancia como concepto busca el desarrollo totalizante de una idea utópica en el cuerpo de sujetos niños. Hablar de ellos como realizados, desrealizados, híperrealizados, anormales o delincuentes sigue la pretensión de realizar y explicar al sujeto niño desde la base de lo que se supone deberían ser, de lo que la infancia (como categoría) ha dicho que tiene que ser la infancia (como vida). Pero cuando reconocemos en nuestras prácticas diarias las vidas y experiencias de todos los niños y niñas que habitan y construyen las escuelas, podremos entender cómo fácilmente cuestionan el poder de las prácticas y las instituciones, exaltan la dialéctica y la manifiestan como resistencia.

La resistencia

La escuela a lo largo de esta exposición no ha tenido ningún otro lugar que el del disciplinamiento, la homogeneización, la destrucción de la experiencia de la infancia; pero docentes y estudiantes no solo recibimos la información, también la producimos y la modificamos. No somos sujetos pasivos que asimilamos y reproducimos todos los códigos culturales clasistas, racistas, xenofóbicos, homofóbicos de la escuela. Este es el principio de la resistencia como propuesta teórica e ideológica. Por esta razón quiero reivindicar a todos los sujetos considerados anormales como manifestación de resistencia dentro de la escuela.

Giroux (1992) es enfático en la necesidad de definir ciertos criterios que no permitan pensar cualquier acto de oposición hacia la escuela como un hecho de resistencia, ya que esta implica situaciones que aparte de desestabilizar la cotidianidad escolar, lleven a un grado de reflexión y acción colectiva transformadora, es decir, que tengan un carácter emancipador, ya sea de forma clara o ambigua, pero que se contrapongan a las lógicas de dominación.

Siguiendo a Giroux (1992), no he querido asumir las infancias anormales como actos de resistencia, sino cargarlas de un potencial de resistencia, ya que la escuela ha logrado neutralizar desde la categoría de anormalidad a los sujetos que considera indeseables; ha logrado amoldarlos a las dinámicas de escolarización, apoyada en concepciones médicas y psicológicas. Me atrevo a decir que la escuela ha logrado contener por medio de los discursos y prácticas de inclusión educativa la resistencia que todos los niños, niñas y jóvenes ingobernables podrían ser.

Ahora, si bien la escuela ha logrado de cierta forma acoplar a los anormales, estos son sujetos que en definitiva la incomodan, ya sea antes o después de su rotulación como tales. Todo el tiempo la cuestionan y ponen en duda su accionar para “tranquilizarlos”; precisamente allí radica su potencial de resistencia. Y es que las infancias anormales serán inherentes a la escuela hasta cuando la misma deje de buscar homogeneizar y estandarizar; la anormalidad es expresión de que la escuela no ha sido ni será capaz de negar la otredad.

Pero no es solo una propuesta interpretativa de la anormalidad. Quiero acercarme a una reflexión pedagógica de la relación entre educador y educando, ya que es esta la que define la posibilidad o la negación de esas otras formas de ser, estar, vivir y construir la escuela.

Quiero apelar a una propuesta de relación comprometida con la otredad, a una posibilidad de relación pedagógica construida más desde vínculos desestabilizadores que desde relaciones rutinarias; una propuesta más pasional que racional; una propuesta que pone en juego todo lo que a lo largo de la formación profesional como docentes nos han enseñado que no se debe arriesgar: la autoridad, la imparcialidad o neutralidad, la certeza del conocimiento y el vínculo emocional. Hablo de una relación que se construya a partir de las incertidumbres, que deje de lado las normas como dispositivos de homogeneización, que dé lugar a la sorpresa y el descontrol; que nos permita hacer del acto pedagógico un ejercicio realmente colectivo, participativo, de auténtica construcción de conocimiento; una relación que ineludiblemente responsabilice de forma bilateral, más allá de cualquier pacto institucional; una relación que haga de la ética la condición de posibilidad de todo acto pedagógico (Melich y Barcena, 2000).

Sugiero un acto pedagógico que contemple distracción, que apele a las palabras, los gestos, los silencios, las miradas, pero no para identificar y encasillar al otro(a). Al contrario, un acto pedagógico que permita alguna suerte de complementariedad; en el que haya un común reconocimiento para que esos cuerpos, mentes, gestos, sexualidades ingobernables no sean encasillados, para escapar al miedo de la anormalidad, aquel miedo a lo incompleto, a la inestabilidad, a la incertidumbre; para permitir distraernos en la mirada de alguno de nuestros estudiantes y comprender sus exigencias; un vínculo que nos construya y nos deconstruya a cada oportunidad.

No propongo esencializar la infancia dejándola a la deriva desde la lógica de su “naturalidad”, ya que negaría de tajo la subjetividad como construcción social. Solo considero que nuestro papel como docentes no es el de guiar, ni formar: es el de abrir y mantener la posibilidad de lo nuevo, con principios éticos y políticos claros; con principios de solidaridad, cuidado colectivo e individual; con principios de imaginación y creación, con la convicción de la transformación de las condiciones materiales de todos y todas, pero sin asumir a nuestros estudiantes como materia prima lista ser moldeada para esa sociedad futura ya determinada.

Es esta una propuesta de acercamiento pedagógico y epistemológico para que la infancia vida no deje de “inquietar la seguridad de nuestros saberes” (Larrosa y Pérez de Lara, 1997); para que desde nuestro lugar como docentes no cerremos esa posibilidad de lo nuevo, de lo sorprendente y revolucionario que puede ser el surgimiento de sujetos y subjetividades que no podamos definir, como lo propone Larrosa (2009); que el acto pedagógico potencie la novedad y no haga de la infancia la materialización de lo que nosotros como educadores ponemos en ella.

Propongo una transformación de la relación educador/educando que haga de la anormalidad un verdadero acto de resistencia que rehúya a lo cotidiano, que se anteponga a la norma, que hiera de muerte a la normalidad, que llene con los colores, las formas, las expresiones, los bailes, los saberes, los tiempos de la verdadera diversidad en el aula. Que se haga de la anormalidad una constante que rompa en mil pedazos el espejo con el que nos reflejamos en los ojos de nuestros estudiantes y nos reconozcamos todos y todas de mil formas diversas, cambiantes, sujetos en construcción constante.

Referencias

Baquero, R. y Narodowski, M. (1994). Escuela y construcción de la infancia. Revista del Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación.

Donald, J. (1995). Faros del futuro: enseñanza, sujeción y subjetividad. En J. Larrosa (comp.), Escuela, poder y subjetivación (pp. 21-75). La Piqueta.

Duschatzky, S. y Skliar, C. (2000). La diversidad bajo sospecha. Reflexiones sobre los discursos de la diversidad y sus implicancias educativas. Cuadernos de Pedagogía, 4(7). https://www.academia.edu/4253533/La_diversidad_bajo_sospecha_con_Silvia_Duschatzky_ .

Giroux, H. (1992). Teoría y resistencia de la educación: una pedagogía para la oposición. Siglo xxi.

González, M. (2011). El concepto del niño. En M. González, Derechos humanos de los niños: una propuesta de fundamentación (pp. 17-104). unam.

Larrosa, J. (2009). Experiencia y alteridad en educación. En J. Larrosa, Experiencia y alteridad en educación (pp. 13-44). Homo Sapiens.

Larrosa, J. y Pérez de Lara, N. (1997). El enigma de la infancia. En Imágenes del otro. Virus.

Malich, J. y Barcena, F. (2000). Emanuel Levinas: educación y hospitalidad. En La educación como acontecimiento ético (pp. 135-154). Paidós.

Narodowski, M. y Baquero, R. (1994). ¿Existe la infancia? Revista del Instituto de Investigación en Ciencias de la Educación-iice, 6, 61-67.

Narodowski, M. (2013). Hacia un mundo sin adultos. Infancias híper y desrealizadas en la era de los derechos del niño. Actividades Pedagógicas, 62, 15-36.

Skliar, C. (2003). ¿Y si el otro no estuviera ahí? Notas para una pedagogía improbable de la diferencia. Niño y Dávila.

Notas

1. Licenciada en Educación Comunitaria, Universidad Pedagógica Nacional. Correo electrónico: paula_alec@hotmail.com