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Janneth Galeano Corredor1

Hay una grieta, una grieta en todo, así es como la luz entra 

Leonard Cohen, Anthem

En este artículo recurrimos a hablar de fisura para nombrar aquello que pasa en las escuelas donde desarrollamos las prácticas pedagógicas de la Licenciatura en Educación Comunitaria desde la línea de Escuela, Comunidad y Territorio. La metáfora de fisura insinúa, sin nombrarla, a la roca, lo que le da su existencia. Es así como desde donde hablamos, la fisura permite remontarnos a lo que críticos de la educación han planteado de la escuela como institución del disciplinamiento, el control y la reproducción de ideologías hegemónicas, una institución que si cambia es solo para renovar y refinar las prácticas y formas de dominación de la individualidad. Nombrar la fisura es reconocer la roca, la institucionalidad.

Pero fisura refiere en su significado a lo que aparece como quiebre, como abertura, es la pequeña incisión que, sin romper la roca del todo, la debilita. Fisura, entonces, en el caso de la escuela, es posibilidad, esperanza, manera diferente de entender su presente y devenir. Las escuelas en su singularidad son lugares de tensión. La institucionalidad cimentada en políticas, rituales naturalizados, sentido común, tradición, se ve confrontada por la vida, de allí y de esta tensión surge la fisura. Nos referimos a la vida como esa presencia y choque de experiencias subjetivas que se encuentran en los espacios escolares y que hacen que estos, a pesar de la rutina de horarios, la administración de espacios y tiempos, el control de cuerpos, la instrucción de la palabra, se vivan cada día de manera diferente; como un bullir de historias, algunas narradas y muchas silenciadas, pero que interrogan las prácticas tradicionales, haciéndonos pensar de otro modo los asuntos escolares.

En la línea de Escuela, Comunidad y Territorio dejamos de fijarnos en la roca para comenzar a prestar atención a la fisura, porque esta no se percibe de primera vista y sin esfuerzo. Cuando los jóvenes practicantes de la licenciatura ingresan a los espacios escolares, generalmente llegan con la idea de encontrarse con la roca. Han aprendido desde los lenguajes de la academia que la escuela es una institución contraria a lo que ellos desean, contraria al educador comunitario, contraria a lo que la educación popular propone. Inicialmente se encuentran con que lo que creían sobre la escuela, que es una roca inamovible, es verdad. Lo confirman en la manera indiferente como la escuela los recibe. Son solo unos extraños que se encuentran en un corredor, en un patio de escuela o en un salón de clase, pescando con su mirada todos los males que las teorías críticas y de la reproducción afirman sobre la escuela.

En este primer momento, los practicantes sienten un gran peso en sus hombros. Se consideran los enviados a transformar las prácticas tradicionales de esa roca llamada escuela, pero no encuentran cómo hacerlo, precisamente porque las certezas con las que llegan sobre ese lugar, les impiden una forma desprevenida de encontrarse con lo extraño.

Deben pasar un buen tiempo acercándose a la escuela, conversando con los niños y jóvenes, asistiendo a reuniones de profesores, participando de las actividades escolares, recorriendo los barrios aledaños y hablando con las madres, padres, abuelas de los niños, pero sobre todo permitiéndose que la vida los afecte para empezar a cambiar la mirada. Cuando dejan de ser sujetos expertos de un lenguaje, del deber ser y se despojan de la mirada escrutadora y las preguntas fisgonas que no siempre le interesan a sus interlocutores, comienzan a sentir de una manera diferente su estadía allí. Señalamos sentir más que comprender, porque si algo pasa con la escuela como encuentro y choque de subjetividades, es que lo sensible guia la urdimbre de vínculos, que solo se pueden tejer en el reconocimiento de la alteridad.

En un artículo anterior, planteábamos la fisura:

como momento diferencial entre un antes y un después, es el anuncio de lo no conocido; por lo tanto, fisura como algo sutil que busca moverse hacia algo distinto, que aún no es definitivo, pero señala un conflicto con la trama en la que se inscriben las prácticas sociales y culturales. La fisura es la posibilidad de pensarse desde la no clausura, el cierre o el punto final; es, además, interrogante, es poner en cuestión lo que ha sido dado como realidad acabada. (Galeano y Silva, 2018, p. 302)

Despojarse de la certidumbre, de las teorías acabadas, de las definiciones precisas que buscan clasificaciones es el primer paso para interpretar alternativamente la vida escolar y proponer rutas posibles en lo que podemos denominar educación comunitaria en las escuelas.

Fisura-Comunidad

En la línea no partimos de definiciones cerradas ni acabadas sobre lo que podríamos entender en la actualidad como comunidad y educación comunitaria en los espacios escolares. En las diversas prácticas de colegios de localidades de Bogotá, ubicados en zonas rurales y urbanas, la vida se nos presenta tan compleja e inefable que nuestras nociones tan seguras y estables se han visto afectadas y puestas al filo. En este momento solo arriesgamos a exponer algunas tensiones, que, si bien no logran nombrar y clasificar, si nos abren horizontes de pensamiento.

Una de esas tensiones es la que tiene que ver con las nociones de comunidad que han enmarcado los procesos que se viven en las escuelas populares. Si bien hace un buen tiempo que algunos teóricos han venido proponiendo las transformaciones que en estas décadas se han dado en las comunidades barriales a raíz no solo de los procesos de globalización y desterritorialización, sino del conflicto armado de nuestro país y la invasión del mundo digital en nuestras vidas, pareciera que las nociones sobre comunidad escolar continúan intactas o por lo menos sin mayores transformaciones.

Tradicionalmente, cuando se habla de las comunidades de los barrios periféricos de la ciudad, se parte de una identidad colectiva basada en la memoria de los acontecimientos pasados, la llegada al lugar, las luchas colectivas, sentido de pertenencia que otorga el trabajo colectivo en la transformación del espacio, los elementos culturales de los lugares de origen (la tradición campesina, las fiestas, la música, los pasatiempos), pero también de aquellas acciones que van cimentando en la vida cotidiana un arraigo al lugar. Todo esto produce un nosotros. Nosotros los habitantes del barrio en relación a los otros, los extraños, los que llegan posteriormente o los que pertenecen a otro barrio.

En este sentido, en algunas de las instituciones escolares donde desarrollamos las prácticas de la línea y en las que hemos buscado reconstruir la historia de su fundación, encontramos relatos de los antiguos habitantes que coinciden en la relación entre la aparición de comunidades barriales y el sentido de pertenencia de la escuela:

Con la fundación de los barrios periféricos donde se encuentran las instituciones escolares Juana Escobar, Mochuelo Alto, Guacamayas, Misael Pastrana a finales de los años 50, los habitantes recién llegados, en su mayoría de Boyacá, Santander, Tolima, aportaron su trabajo y terrenos comunales para construir la iglesia y la escuela; aledaño a la escuela se construía el salón comunal siendo la escuela otro espacio colectivo que servía no solo para la educación de las primeras letras de los niños y niñas, de reuniones políticas, eventos sociales, bazares para recolección de fondos y hasta lugar de velación. Esta función dada a las escuelas junto con los procesos de lucha de los habitantes por derechos básicos, en los que maestras y maestros, así como directores de escuela hacían parte, permitió tejer vínculos que acentuaban el sentido de pertenencia de la escuela por las comunidades barriales. (Notas de cuaderno de trabajo, sesiones del seminario de la línea Escuela, Comunidad y Territorio, febrero 2019)

De ahí que la comunidad escolar estaba dada desde esos sentidos y luchas que unían a los maestros y maestras con los padres, madres y abuelas por la defensa de un lugar para el estudio de sus hijos y por la presencia cotidiana de algunos habitantes del barrio al interior de la escuela para pintarla, embellecerla con jardines, cuidar a los niños y niñas cuando la maestra faltaba, entre muchas otras acciones. No existía una separación tajante entre las acciones colectivas en el barrio y en la escuela. Así como los padres y madres entraban libremente a la escuela, las maestras y maestros visitaban frecuentemente el lugar de vivienda de los niños y recorrían los barrios, siendo reconocidos por los habitantes, quienes les ofrecían desayunos, les permitían el ingreso a sus viviendas y hasta los invitaban a participar de sus celebraciones familiares y barriales.

Presentación día de la familia, antigua escuela Juana Escobar, 1980. Foto del profesor y líder comunitario Jorge Ramírez

Arreglo del piso de los salones por parte de miembros de la comunidad. 1976. Foto del profesor y líder comunitario Jorge Ramírez.

Sin embargo, esta idea de comunidad escolar se sustentaba en una visión adultocentrista. Su centro no eran las visiones, sueños, expectativas de los niños, niñas y adolescentes, sino las expectativas y necesidades que como grupo de adultos definían como importantes y que, en consecuencia, servían a los infantes.

Niños con la maestra Alba Ninfa Ibáñez Pedraza, de la antigua escuela Canadá, hoy sede del colegio Juana Escobar IED. Archivo Janneth Galeano

La política educativa emprendida a partir de los años 90 impuso la lógica de mercantilización y privatización, llevando en el año 2002 a la anexión de las escuelas de primaria a colegios de bachillerato bajo las orientaciones de la ley 715 de 2001 y con esto, a la creación de lo que hoy conocemos como Institución Educativa, la cual es dirigida por un solo rector o rectora con varias sedes y un solo Proyecto Educativo Institucional.

Esta medida, que desplazó los asuntos pedagógicos, le dio énfasis a lo administrativo, al tiempo que abrió la puerta para el desarraigo de las escuelas de sus antiguos habitantes. Las puertas se cerraron para los padres de familia, las canchas múltiples que los fines de semana utilizaba la comunidad fueron cercadas para uso exclusivo de los nuevos colegios, y las actividades sociales desaparecieron por completo de los espacios escolares. Los maestros y maestras, pasaron a ser docentes, es decir, funcionarios asalariados que deben seguir los lineamientos propuestos por expertos del Ministerio de Educación; y los antiguos directores de escuela se convirtieron en coordinadores bajo el mando de un rector o rectora que en su mayoría desconocía la historia y los procesos de las escuelas, pero que llegaba a desarrollar una política empresarial amparada en la ley.

Desde este momento, se formalizó una comunidad escolar basada en la norma y cuya figura fue la representatividad. Se establecieron las elecciones de representantes de padres de familia, maestros, y estudiantes para la conformación de los diferentes estamentos de lo que se llama el gobierno escolar. 

A pesar de las intencionalidades en el papel, de dar voz a los diversos estamentos, la representatividad no logró sostener los vínculos construidos de los primeros habitantes de los barrios, pero tampoco le otorgó e participación a los niños, niñas y jóvenes, quienes continuaron estando relegados a ser los beneficiados o afectados de las decisiones de los adultos.

Hoy en día se entrecruzan otras condiciones que nos confrontan a pensar que la noción de comunidad escolar aún presente en las narraciones de los antiguos habitantes y en algunos maestros y maestras que con añoranza sueñan volver a lo que fue, se vuelve una limitante para entender las fisuras que las nuevas subjetividades y los cambios en el territorio barrial, nos proponen. Algunos practicantes de la línea consideran que la educación comunitaria podría cimentarse en reconstruir esos lazos de antaño entre los habitantes de los barrios y la escuela, sin embargo, ni los habitantes son los mismos, ni los barrios son inconmovibles, ni los niños, niñas y jóvenes habitan la escuela como en otro tiempo.

En las últimas dos décadas, los territorios barriales donde desarrollamos las prácticas escolares, han tenido una fuerte transformación tanto en las relaciones de identidad y pertenencia, como en los usos y las fronteras del espacio. De un lado, el recrudecimiento de la guerra, propició el desplazamiento de cientos de familias a los centros urbanos, muchas compuestas por mujeres cabeza de familia, cuyo origen en la mayoría es campesino. Como lo expresa el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, Una Nación de Desplazados: “al analizar la información disponible sobre el destino de la población desplazada, se encuentra que en el listado de los principales receptores netos aparece la capital del país, junto a otras ciudades principales y capitales de departamento”(2015). De estas familias llegadas a Bogotá, se incrementaron comparativamente con los desplazamientos de los años 50 a 80, las de origen étnico, indígenas y afrocolombianos. “Según cifras de la Red, se encuentra una presencia relativamente alta de población afrocolombiana e indígena entre los desplazados registrados (un 9 % de población afrocolombiana y un 1,5 % de población indígena)” (Londoño, 2004).

Las evidencias de esta situación se manifiestan en los distintos territorios en los que grupos de familias o de población afro e indígenas llegan a habitar algunas zonas donde inicialmente el sentimiento de desarraigo se une con el rechazo, o por lo menos, las miradas curiosas de los habitantes del lugar. Se evidencia un fenómeno según el cual, inicialmente llegan algunos miembros de la familia y luego, con el tiempo, otros más van dejando sus terruños para buscar vida o salvar vida en ese refugio que se vuelve el hogar en la capital.

Cerca al colegio Juana Escobar, grupos de familias afro, entraron a ocupar las casas abandonadas por sus antiguos habitantes debido al peligro de deslizamiento, lo que ha llevado a constantes choques entre la policía, la comunidad y los recién llegados. En la zona de Tihuaque, en límites entre la localidad Usme y San Cristóbal, familias de apellidos como Tique, Jacanamijoy, Chibuque, Comezaquira, de diverso origen indígena, sobreviven entre la siembra de algunas plantas y los trabajos de construcción, venta ambulante y oficios domésticos. Sumado a lo anterior, y a las situaciones de desplazamiento interno, en los últimos años han llegado familias venezolanas que recurren a las habitaciones de alquiler en las zonas periféricas para resolver inicialmente la vida en un país extraño.

Las familias no llegan despojadas de toda su historia y todo lo que les ha permitido su existencia. Por eso, impactan y transforman la vida en los barrios con sus vestimentas, su música, su saber y su manera de relacionarse con el espacio y con los vecinos. Allí, los vínculos se constituyen de una manera diferente, pues ya no es la identidad de una historia en común de fundación lo que posibilita el encuentro. Falta mucho para lograr acercarnos a la comprensión de las maneras como los nuevos habitantes reconfiguran el lugar de acogida y van tejiendo nuevos lazos y pertenencias, sin renunciar del todo a sus territorios de origen.

De otro lado, la explotación de minería por multinacionales en sectores de Ciudad Bolívar, Usme, Rafael Uribe Uribe, la construcción de viviendas de interés social de altísimas torres en los Cerros sur orientales que contrastan con la arquitectura popular de casas de 2 pisos y terrazas donde viven varias familias. La transformación de las zonas de cultivo o pastoreo en las zonas de ladera por viviendas improvisadas de nuevos habitantes han cambiado el paisaje de los barrios fundados a mitad del siglo xx, principalmente por gentes de Boyacá, Cundinamarca y Santander.

Vista desde el Mirador de Juan Rey 2018. Fotografía de Janneth Galeano

La aparición de grupos armados relacionados con el paramilitarismo y el microtráfico ha traído en muchos de estos barrios una sensación de inseguridad constante, miedo y desconfianza, que afecta la vida en común y la forma como los jóvenes, mujeres y niñas habitan las calles de los barrios, pues se crean nuevas fronteras invisibles. A la vez que hacen aparición los relatos esencialistas de los antiguos habitantes que reivindican un pasado sin violencia, con jóvenes trabajadores y personas de bien contrario a lo que hoy se vive.

Necesariamente estas transformaciones impactan en las escuelas que, lejos de ser bastiones en los territorios, siguen siendo parte viva de estos, en el sentido en que los niños, niñas y jóvenes escolares irrumpen en estos espacios con sus cuerpos marcados por historias de múltiples violencias materiales, económicas, sicológicas, simbólicas y físicas reproducidas como parte de la cotidianidad en los barrios y hogares. No obstante, llevan consigo los deseos, las búsquedas, los inconformismos que cuestionan la idea entronizada de la precariedad cultural, material, simbólica de los jóvenes de los sectores populares.

Muchos de los chicos y chicas llegados de diversas partes del país desean volver a sus lugares de origen o, por lo menos, recrean historias de las veces que ellos o algún miembro de su familia ha podido volver a visitar su antiguo hogar. Su condición, como también la de su familia, parece más de tránsito que de permanencia; se sienten que están de paso, que su raíz se encuentra en otro lado y que su estadía allí es temporal.

A diferencia de lo que se vivía en ciertas escuelas durante los años 80, estos chicos no son los hijos o nietos de los fundadores de los barrios, quienes se identificaban con narraciones épicas sobre la llegada y fundación de los mismos, y pocas preguntas se hacían sobre su permanencia en el lugar, eran de allí, pues allí habían nacido. Ahora, la condición de tránsito tensiona la estadía en la escuela, los chicos añoran volver, desean irse de este nuevo lugar, pero también buscan recrear lo que los liga a sus territorios de origen, como una forma de que sus cuerpos, y acentos afros, paisas, caribeños, sean reconocidos.

En una visita que hicimos, integrantes de la línea Escuela, Comunidad y Territorio, a una experiencia pedagógica del colegio Tomás Rueda Vargas, en los cerros sur orientales de la ciudad, en el marco del proyecto Expedición por la memoria del conflicto armado y las iniciativas de paz desde la escuela, liderado por el Movimiento Expedición Pedagógica Nacional, en el año 2018, encontramos a un grupo de adolescentes afro venidas en su mayoría del Litoral Pacífico. La presentación que hicieron de sí fue la siguiente:

“Soy Kelly Rodríguez, mi hermana y yo somos rolas. Estamos aquí para que conozcan más de la raíz negra, para que no haya racismo. Así es que nosotras nos presentamos, bailando”. (K. Rodríguez, comunicación personal, 6 de abril del 2018)

“Yo vengo de Buenaventura, pero la verdad sí extraño mucho allá, porque allá es muy diferente a como es acá, la compañía, las amistades, el tiempo que uno dedica a estudiar es también muy productivo”.

“Mi nombre es Sandra Rodríguez, yo soy de acá, pero de raíces chocoanas, me gustaría volver allá porque es estar en ambiente, no es que acá no se sienta el ambiente, sino que uno ha compartido muchas veces allá y se siente bien”. (S. Rodríguez, comunicación personal, 6 de abril del 2018)

“Mi nombre es Karen Angulo y soy de Tumaco, me gustaría estar allá, porque acá uno casi no sale, en cambio allá a toda hora en la calle”. (K. Angulo comunicación personal, 6 de abril del 2018)

“Mi nombre es Nadia Rentería, soy del Chocó, Quibdó, me vine acá porque viven unos tíos míos, mi otra familia vive en Quibdó, por parte de mi mamá. Me gustaría volver allá porque es mi tierra, es caliente y acá hace mucho frío”. N. Rentería, comunicación personal, 6 de abril del 2018)

Estas chicas nos narraban cómo han logrado evocar desde la danza, lo que vivían ellas y sus familias para recobrar el sentido, o como lo expresa la profesora Zulay Guerrero, quien acompaña esta iniciativa, reconfigurar el territorio en un espacio ajeno para sus vidas:

Nosotras recreamos nuestra cultura, nuestras costumbres. ¿Qué se hace un día en el pacífico? ¿Una tarde en el pacífico? Actividades que son muy sencillas, pero que acá ya se está perdiendo: ese hilo de conversar con la familia a la hora del almuerzo, de salir a bailar, de ir a pescar, pues rememorar todas esas actividades nos llena de mucha alegría… Nosotras armamos un ritmo sin instrumentos, lo hacíamos a la hora del almuerzo, nuestro único instrumento era nuestro cuerpo, producíamos sonidos con nuestras manos. También tenemos un baile de oro, donde se muestra cómo las personas extraen el oro de las minas, y que también en eso, se dedican a conversar, no es solo hacer las labores, sino que nosotros nos enfocamos siempre en la conversa, eso es lo principal del Pacífico, del Atlántico, porque siempre estamos buscando una conversa: ¿qué hay de sus hijos, ya salieron del ejército, están en la guerrilla?. En el baile nos hemos encontrado, no nos da pena presentarnos. (Z. Guerrero, comunicación personal, 6 de abril del 2018)

Viaje con estudiantes del colegio Juana Escobar a la exposición de Jesús Abad Colorado, 2018. Fotografía de Janneth Galeano

El espacio escolar, en principio hostil para los chicos llegados de otros lugares, comienza a verse interpelado por sus formas diversas de habitarlo y tensionarlo. Encontramos también como en el colegio La Toscana, de Suba, un grupo de chicos venidos de zonas del caribe, se reúnen en los descansos alrededor de una mesa que sacan de algún salón de clase, para jugar dominó, rodeado por otros chicos que observan y se emocionan por su juego. De igual forma, en el colegio Juana Escobar, chicas cuyas familias provienen del litoral pacífico, de lugares como Tumaco, Guapí, Buenaventura, y que se encuentran con sus indumentarias propias del Pacífico en las cuadras del barrio para bailar salsa choque, a pesar del frío del páramo, lograron crear un grupo de baile autónomo que realiza sus presentaciones en diversos eventos del colegio.

Pero no son solo cuerpos afro, apellidos indígenas o acentos de diversas regiones del país y de Venezuela los que nos advierten la fisura en la uniformidad y homogeneidad tan necesaria para nuestras certezas y seguridades como docentes. También están los chicos y chicas que manifiestan su orientación sexual diversa y que desafían con su presencia el mundo binario propio de occidente; a su lado están raperos que perturban el bullicio del recreo con sus líricas en las peleas de gallos o, quienes solitarios con una guitarra o un libro, manifiestan al mundo su inconformismo.

Estos cuerpos que transitan por las escuelas cuestionan desde sus estéticas, preferencias sexuales, rasgos culturales, la idea construida desde un cierto esencialismo identitario sobre que hemos entendido por comunidad escolar; un nosotros enunciado desde los nombres de los colegios, “los escobaristas” “los tomasinos” que resulta vacío y sin sentido, y que, en últimas, sustenta desde la normalización de las subjetividades, la exclusión y el rechazo a lo otro.

Homenaje a Sergio Urrego, propuesto y organizado por chicos y chicas Colegio Juana Escobar, Semana de ddhh 2014

La llegada de un nuevo estudiante a un grupo genera inmediatamente inquietud, tensión. Tal vez la novedad que crea la presencia de esa otra existencia no se propague tan abiertamente y pase para algunos, especialmente para los adultos, desapercibida. Pero entre chicos y chicas se dan los tiempos para el recibimiento, que no es inmediato ni lleno de espectáculo; es sencillamente el gesto de hacer sitio, abrir un espacio, como lo plantea Larrosa et al. (1997).

Tal vez, lo que nos podría hacer pensar de otro modo los asuntos de comunidad en la escuela —si es que podríamos seguir llamándola de este modo— esté referido a la singularidad, a la experiencia, a la voz, el cuerpo y el gesto que desentona; al desencuentro, inconformismo, anhelo, tránsito y no a la generalidad, la representatividad, la uniformidad, estabilidad, certeza.

La singularidad, lejos de negar lo colectivo, fundamenta la idea de alteridad, que no es necesariamente un nosotros como exclusión a lo diferente, sino más bien el paso a la tensión y el desgarramiento que implican ese reconocimiento subjetivo de la existencia del otro sin el cual no se puede definir la existencia del yo.

Fisura-pedagogía

No son los adultos o los expertos, así sea desde narrativas críticas pero indefectibles, los que pueden trazar proyectos que enuncien “la creación de vínculos”, “la construcción de comunidad”, “la formación de sujetos críticos”. Ciertos lenguajes y categorías, lejos de permitir la movilización del pensamiento, lo acomodan a lo ya conocido, a las seguridades que el mundo de la academia o de lo políticamente correcto proponen, pero no le hablan nada a esa vida escolar de niños corriendo por la escalera, de bullicio inalterable, de olor a sudor y a tajalápiz, de miradas y gestos pasajeros, de historias con profundas heridas y silencios tormentosos.

Esto nos lleva a pensar que un criterio para sustentar una práctica pedagógica comunitaria, que reconozca, por tanto, lo ético-político, es aquella que no se permite definiciones cerradas de emancipación, comunidad, resistencia, para ser presentadas a los jóvenes, como marcos de referencia a los que deben aspirar o llegar. Son finalmente ellos y ellas quienes comprenden como horizonte en construcción de qué y cómo se emancipan, cómo y con quién tejen cercanías, vínculos. Horizontes y no proyectos que evidencian un trabajo de largo aliento y con múltiples entradas y salidas, sin resultados fácticos para mostrar, sino como espacios de posibilidad en los que chicos y chicas se permitan desde la conversación y el encuentro cortar los hilos de lo que sienten, limita y condiciona su opción de vivir.

En la línea de Escuela, Comunidad y Territorio decidimos asumir el viaje como apuesta epistemológica y como una actitud ético-política que implica un descentrarse, un salir de la comodidad de lo conocido y lo repetido, un estar en actitud de fuga más que de permanencia, es buscar formas diversas de encontrarnos con nosotros mismos y con los sujetos de las escuelas y territorios. En palabras de Bárcena: “se trata de un viaje en el que se hace una experiencia, la de una confrontación con lo extraño, la que consiste, también, en escapar de las identidades fijas e inmutables, desligarse, en fin, de los lazos que “fueron impuestos en el terror obediente, familiar, social, impersonal y mudo de los primeros años” (2000, p. 218).

Esta manera de pensar lo educativo es difícil y dolorosa, pues implica un involucramiento y no solo una zambullida en la vida de los otros para volver a salir, pero además confronta nuestra propia subjetividad. Algunos estudiantes de la licenciatura que llegan a la escuela a realizar sus prácticas, al igual que ciertos maestros y maestras, no logran despojarse de sus certidumbres iniciales, no logran encontrarse con los otros desde la horizontalidad y la conversación. Chocan y critican lo instituido, pero no permiten reinventarse desde lo que la vida escolar les insinúa, ni se dan el tiempo para tejer con los otros, en un esfuerzo que, si bien no transforma de una sola vez la institucionalidad, sí permite abrir interrogantes, arriesgar apuestas, mantener viva la posibilidad de enunciarse y reconocer la enunciación de los otros.

Pero también, en la línea, el viaje está propuesto como posibilidad de caminar los territorios escolares y barriales, para atravesar fronteras, visitar los espacios en los que chicas y chicos proponen formas de apropiación y pertenencia, que trastocan la división tajante del espacio escolar en relación con una función impuesta. Viajar es salir para recorrer la calle, los lugares donde los chicos y chicas se encuentran en las horas que no están en el colegio, escuchar a los habitantes originarios de los lugares, contrastar sus formas de hacer política y su manera de evocar lo que en el pasado realizaron como parte de sus luchas, con lo que ahora diversos colectivos de jóvenes realizan en los territorios, sus maneras de entender lo político en relación con el arte, y sus propias evocaciones del territorio y la escuela. En estos viajes participan chicos y chicas de los colegios involucrados en las prácticas que desarrollan los estudiantes de la pedagógica, líderes y abuelos de los territorios, integrantes de la línea y grupos culturales presentes en los territorios.

Puntos suspensivos

Algo que ha arrojado la reflexión a partir de las experiencias de los practicantes y nuestra propia experiencia en el espacio escolar es que para lograr pensar la pedagogía de manera viva, recobrando el sentido tanto para los practicantes como para los chicos y chicas escolares de las acciones que se desarrollan, es necesario desmarcarse de los límites que los presupuestos teóricos nos proponen, es dejar que sea el fluir de la vida, con sus tensiones y sinsentidos los que propongan maneras de nombrar, de relacionarse y de actuar.

De esta manera, acogemos el planteamiento de Bárcena et al. Cuando se refiere a que:

[Lo] poético en educación es la trama, el relato y la narrativa que nos ayuda en la tarea de inventarnos, allí donde ya solo parece que podemos normalizar nuestras conductas, para ajustarlas al orden socialmente establecido. Inventarse quiere decir aquí reaprender la palabra y la imaginación poéticas, porque la voz poética trae a la conversación, a la práctica y al comienzo una expresión única, una voz propia que no es asimilable a ninguna otra. Por eso la voz poética es la voz más conversable de todas, más conversable que la de la ciencia. (2006, p. 241)

Nos permitimos dejar abierta la reflexión, sin puntos finales, ni conclusiones. La referencia de Bárcena et al. Solo nos recuerda que luchar por reinventarnos es una forma honesta y sencilla de aceptar nuestra existencia inacabada.

Referencias

Bárcena, F.(2000). El aprendizaje como acontecimiento ético . Sobre las formas de aprender. Enrahonar, Quaderns de Filosofía, 31, 9-33. https://ddd.uab.cat/pub/enrahonar/0211402Xn31/0211402Xn31p9.pdf

Bárcena, F., Larrosa, J. y Mèlich, J. C. (2006). Pensar la educación desde la experiencia. Revista Portuguesa de Pedagogía, 40(1), 233-259.

Centro Nacional de Memoria Histórica. (2015). Una Nación desplazada: informe nacional del desplazamiento forzado en Colombia. Autor.

Galeano, J. y Silva, C. (2017). Acontecimiento en la escuela: Experiencias y voces de niños y jóvenes a la luz del cine. En: S. Torres (ed.). Polifonías de la educación comunitaria y popular: diez años construyendo pedagogía para la paz, la diversidad y los Derechos Humanos (pp. 283-316). Universidad Pedagógica Nacional.

Larrosa, J. (2000) El Enigma de la Infancia. En Pedagogía Profana. Estudios sobre Lenguaje, Subjetividad, Formación pp 165-179. Cep

Londoño, B. (2004). Bogotá: Una ciudad receptora de migrantes y desplazados con graves carencias en materia de recursos y de institucionalidad para garantizarles sus derechos. Revista Estudios Socio-Juridicos


Notas

1. Socióloga Universidad Nacional de Colombia, Magíster en Educación. Docente de Secundaria Colegio Juana Escobar, Docente upn, Licenciatura en Educación Comunitaria.