Campos, agua y escuelas en el Uruguay rural
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Pablo Díaz Estévez1

Resumen

El objetivo del presente artículo es explorar posibles vinculaciones entre movimientos sociales y escuelas rurales en Uruguay, frente a las cuales identificamos desafíos políticos y pedagógicos. Estas reflexiones emergen del acompañamiento de la praxis de diversos sujetos colectivos y de procesos participativos de investigación desde el año 2000 hasta la actualidad.

A diferencia de otras experiencias latinoamericanas vinculadas al campesinado, o los pueblos originarios, la escuela rural en Uruguay nació y se expandió desde políticas estatales centralizadas, aunque sus programas educativos recibieron influjo de movimientos sociales en determinadas etapas.

Dos experiencias de formación de sujetos colectivos se expresaron en el medio rural del siglo XX: en el impulso modernizador de la escuela rural del magisterio nacional (los maestros y el movimiento estudiantil) y el proceso en el cual la izquierda político-sindical luchó por el acceso a la tierra de los trabajadores rurales. Mientras que más recientemente, en el siglo XXI, pareciera ser el movimiento ambiental el que presenta procesos de formación (Caldart, 2004) de sujetos colectivos en cuanto sujetos históricos y políticos territorializados. Pensar el campo como principio educativo de las escuelas (Díaz, 2019) y una pedagogía del agua (Díaz y Díaz, 2023) podrían ser dos alternativas para re-territorializar saberes y contribuir con la emergencia de dicho antagonismo al capitalismo agroextractivista.

Palabras clave: movimientos sociales; ruralidades; bioma pampa

Introducción

La modernización del Estado uruguayo resolvió el conflicto por la propiedad de la tierra con represión y disciplinamiento salarial y escolar a fines del siglo XIX (Barrán y Nahum, 1967). El programa de los estancieros de la Asociación Rural del Uruguay incluía el alambrado de los campos, la modernización de la economía pecuaria y la expansión de la escuela rural. Castellanizar la frontera con Brasil, homogeneizar étnicamente a la población y negar los regímenes eclesiales de servidumbre y la esclavitud “negrera”, así como relativizar las masacres de indios pampas les permitiría al capitalismo y al Estado capitalista concentrar la riqueza producida en los latifundios ganaderos y gobernar las disidencias.

Inspirados en una tradición latinoamericanista, y en los hombros de un proto-Estado de bienestar (bajo el primer batllismo)2, una generación ilustrada se ocupó de la tarea de universalizar la escuela rural (en la primera mitad del siglo XX) conformando un movimiento que devolvía a la retórica democrática sus propios postulados; tensionando los mecanismos de amortiguación del conflicto social (Real de Azúa, 1984), desenmascarando las consecuencias que tendría expandir los “beneficios” de la ciudadanía. Si el programa heredado de los estancieros decía “escuela”, el movimiento de la educación rural contestaba: “‘escuela’ implica el mismo número de años de estudio en el campo que en la ciudad, en todo el territorio, en la atención a todo niño que la requiera, a la formación de maestros que se preparen. Si la concesión “democrática” decía “acceso universal a la cultura”, el movimiento en favor de la escuela rural (Soler Roca, 1987) reclamaba alimentación en la escuela, difusión de la cultura en los parajes más apartados, atención a la salud, políticas de viviendas para el medio rural. Este movimiento fue el amplificador de la realidad de los “rancheríos” y “pueblos de ratas” que la ciudad capital desconocía, y para que quienes creían vivir en la “Suiza de América”, conocieran la “contracara” del país, supieran de las condiciones de vida de los expulsados por el alambrado de los campos.

Y yendo más allá, reclamaron (inspirados en las misiones sociopedagógicas de España y México de la década de’ 1930) que la escuela fuera acompañando un proceso de acceso a la tierra para los campesinos, para recuperar el territorio acopiado por el capital. Así, junto a una producción familiar migrante e inducida por una fracción de la clase gobernante nace el Instituto Nacional de Colonización (INC) en 1948, las escuelas granjas y a la par se institucionaliza un programa de escuela productiva (año 1949). El mismo Estado que negaba la nivelación de los derechos laborales de los asalariados rurales (limitación de la jornada a ocho horas, consejos de salarios, entre otros) permitía una “solución transaccional” para acceder a la tierra (González Sierra, 1991), así como un programa escolar de avanzada.

En ambas soluciones, el Estado celoso y absorbente (O’Donell, 2007) pretendía desempeñar un rol “dirigista” y modernizador tomando el desarrollo agrícola y familiar como modelo (Saavedra Methol, 2012). El agricultor, o cultivador, con su familia iría a “colonizar” una campaña atrasada por la ganadería extensiva, generando riqueza e incorporando tecnologías de la agricultura moderna. La escuela era concebida como una isla de civilización en un mar bárbaro (Cantera, 1968), donde accedería la familia a la cultura, y donde se estudiarían los fundamentos técnicos de la agricultura. Por lo tanto, la alternativa al vaciamiento de la campaña era entonces acompañar la “colonización agrícola” con una escuela “modernizadora”. Una escuela que colaboraría con la mejora de la calidad de vida de familias empobrecidas. Sin embargo, este impulso modernizador aún no valoraba las categorías sociales que habían quedado al borde del alambrado (Moraes, 2016) del latifundio: las culturas campesinas vinculadas a la naturaleza y sus saberes ancestrales. El techo de la máxima superficie de cultivos agrícolas (1950) coincidió con esa etapa desarrollista de industrialización por sustitución de importaciones (durante el neobatllismo)3, a partir de la cual se instala una nueva crisis hegemónica, durante la cual tampoco tuvieron lugar las alternativas económicas y escolares mencionadas.

Por otra parte, los activistas de la izquierda política fueron los que acompañaron la emergencia del sindicalismo rural en aquellas áreas de incipiente modernización agrícola que concentraban mayor cantidad de asalariados rurales (arroceras, lechería, cultivos de remolacha y caña de azúcar), “insertándose” en sectores que se movilizaron por sus derechos laborales entre los años cincuenta y sesenta del siglo XX (González Sierra, 1991). Pasada la época de las vacas gordas, la reivindicación por la tierra de algunos de estos sindicatos rurales (entre 1963 y 1970) apuntaban, además de seguir reclamando derechos laborales básicos, a la inversión de recursos económicos en tierras, expropiando latifundios improductivos. La acción directa por la tierra constituyó un hecho político en el contexto del auge del movimiento de masas de los sesenta, y tuvo como efecto la implementación de impuestos a las grandes propiedades y la mayor etapa de incorporación de tierras para el Instituto Nacional de Colonización (INC) (González Sierra, 1994).

No obstante, los beneficios de la ampliación de tierras para trabajar no fueron aprovechados por los sujetos movilizados. Los gobiernos autoritarios de la predictadura militar supieron combinar represión con selección de grupos de trabajadores dóciles y desmovilizados para que fueran beneficiaron de las tierras expropiadas, como una forma de neutralizar la lucha por la tierra y la generalización de la acción directa vinculada a la guerrilla urbana del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, uno de los sindicatos más radicales.

La dictadura militar (1973-1985) implantó el neoliberalismo en el agro uruguayo, lo que agudizó la precarización de las relaciones laborales y provocó una segunda oleada de diversificación de la histórica estancia ganadera nacional (Piñeiro, 2004).

Mientras progresivamente los campos del Instituto Nacional de Colonización eran adjudicados no solo a agricultores, sino también a lecheros y ganaderos, la salida hacia la transición democrática tuvo un importante consenso político en la Ley forestal que rige al día de hoy, y permite el mayor acaparamiento de tierras en la historia del país con un solo tipo de forestación: la silvicultura. Frente a estos poderosos sectores, el INC llegó a ser un refugio de la producción familiar, que contaba con el 20 % de los productores familiares dentro de las tierras afectadas al Estado (INC, 2020).

Las crisis agrarias recurrentes de los ochenta y noventa llevarán (por mecanismos de mercado) a una transferencia de tierras a bajos precios, provenientes de los productores nacionales endeudados hacia la silvicultura y progresivamente también hacia grandes empresas de soja transgénica. Así, se dio una expansión tan importante desde el año 2000 hasta el 2020, que implicó un gigantesco mercado de tierras, con la transacción del 50 % de la superficie nacional (MGAP, 2022).

Con la seguridad jurídica blindada por los diversos gobiernos del siglo XXI, los movimientos sociales no plantearon más desafíos políticos al capitalismo agrario, sino en el año 2011, cuando, frente a un intento de implementación de un proyecto de megaminería a cielo abierto, se desbloqueó la cuestión ambiental (Díaz, 2013).

Por su parte, los ganaderos familiares en silencio empezaron a demandar tierra y resistir de manera discreta la expansión silvícola y sojera, sin movilizarse por la tierra, salvo en articulaciones puntuales, como la del 2011 o en el 2018, cuando reclamaron junto a distintas clases sociales del interior del país la reducción del costo-país, y que las empresas multinacionales no tuvieran tratos preferenciales.

Como consecuencia del acaparamiento de la tierra, las escuelas rurales del país se han ido reduciendo significativamente, principalmente la matrícula en estas4. Las escuelas granjas y el programa de 1949 que valoraban al medio rural como elemento pedagógico para la formación de ciudadanos no lograron superar los regímenes autoritarios de los años sesenta ni consolidar un programa de formación de maestros. La institucionalización del accionar de las misiones sociopedagógicas a comienzos de esa década y la persecución de las experiencias más cuestionadoras, como la del Núcleo Experimental de la Mina —llevada adelante por el maestro Miguel Soler— o del hospital de bienestar social —llevado adelante por el doctor Felipe Cantera— (Núcleo de Estudios Rurales, 2017), desactivaron la iniciativa social en torno a la escuela rural, en el momento en que la población rural alcanzaba casi el 20 % del total del Uruguay. Entre la dictadura cívico-militar y la transición democrática de los ochenta la población rural bajó al 15 %. Las reformas educativas focalizadas de los noventa y la urbanización de la formación docente rural fueron desmontando poco a poco la identidad de aquel “movimiento en favor de la escuela rural”.

Al día de hoy, con 4 % de población en el medio rural disperso, en este campo sin gente en el campo ¿cuál es la escuela que necesita la población rural?; y en ese medio rural que se va empobreciendo por el agro-hidro extractivismo, ¿cómo se puede generar un futuro posible y una identidad-proyecto que impulse la reversión de la pérdida del territorio de la vida y la soberanía de la ciudadanía?

El campo uruguayo

La diversificación de la matriz productiva tradicional (ganadera) del país se agudizó durante el progresismo (desde el 2005), promoviendo los fondos de inversión, las sociedades anónimas y las multinacionales, que consolidaron un nuevo programa de país dependiente de las inversiones extranjeras. Si el programa de los hacendados ganaderos de fines del siglo XIX era estirar los alambres, el de las multinacionales consiste en cortarlos: ocupar a gran escala el espacio agrario, “desalambrar” los campos. Los estancieros del siglo XIX sabían que debían reprimir al “gaucho errante” y disciplinarlo, las multinacionales del XXI necesitan urbanizarlo, precarizarlo, vulneralizarlo y borrar sus saberes. No necesitan un campo con alambres, necesitan un campo sin gente.

Antes, el peligro de atentar contra la propiedad (primero del ganado, luego de la tierra); ahora, el peligro de monitorear el ambiente y evidenciar los excesos del uso y abuso de la tierra y los bienes naturales. Antes, el trabajador rural enfrentaba el hambre, necesitaba sobrevivir económicamente; ahora, necesita que no lo fumiguen, que no lo envenenen, que no lo dejen sin agua… no morir de sed.

Con la tozudez campesina, y junto a esa población precarizada del medio rural, aún los productores familiares continúan enviando a sus hijos a la escuela del campo. Pese a tener mayoritariamente maestros urbanos que ejercen su docencia en un medio que desconocen, y pese a carecer de la curricularización del conocimiento agrario, las escuelas rurales siguen siendo la última frontera pública en un territorio regulado por capitales privados.

La falta de protección legal de los pastizales nativos (el principal ecosistema del país) es un indicador de la ausencia del Estado en el territorio, porque si bien el Estado sigue estando presente en el respaldo a ese sistema capitalista y financiero, está ausente a la hora de controlar el uso de la naturaleza en cuanto “recurso”, mientras que incluso la escuela rural es permeada por la injerencia educativa de las corporaciones.

El INC (recortado presupuestalmente por el actual gobierno de derecha) no controla ni siquiera el 4 % de la superficie productiva del país. Los pastizales nativos pasaron de un 71 % en el año 2000 al 55 % en el 2011 (Baeza et al., 2011). Con la conversión de los ecosistemas naturales de la principal cuenca por la intensificación agrícola, el agua dulce no fue suficiente para abastecer a la población metropolitana del país durante tres meses del 2023, mientras que las multinacionales agrícolas y silvícolas la utilizaban gratuitamente y la exportaban en sus commodities.

El extractivismo energético “verde” (del hidrógeno, metanol, amoniaco y combustibles sintéticos) desembarcó en la década actual para completar el acaparamiento del territorio, la generación de energía renovable y los reservorios del acuífero Guaraní, atentando contra el “Uruguay natural” con la retórica mesiánica de la descarbonización, la transición y soberanía energética de un pequeño país sin combustibles fósiles.

En ese marco, aquel campesino ganadero familiar siguió pastoreando sus pocos animales en regímenes precarios o demasiados económicos, conviviendo con la expansión capitalista desde el alambrado de los campos hasta el desalambrado actual; soportando aquella hambre y esta sed, junto a su familia, en el medio rural o en una residencia cercana; complementando sus ingresos con distintas tareas rurales y a veces urbanas.

Los pecuaristas han sido el grupo mayoritario dentro de la producción agropecuaria familiar registrada (MGAP, 2014) y no registrada por el Estado. Junto a los asalariados de la ganadería (que también son mayoría de los asalariados rurales) (MTSS, 2013) son los que tienen los saberes y quehaceres de cuidado de los campos nativos, y son quienes más tierra demandan (Arbulo y Díaz, 2015) y ocupan dentro del INC (INC, 2020). Más adaptados que resistentes, más discretos que luchadores sociales, estos ganaderos han mantenido un ecosistema intocado: una comunidad de vegetales nativos que permite la producción de agua dulce y evita la erosión del suelo, que convive con el bosque nativo y mantiene la posibilidad de continuar produciendo alimentos a cielo abierto.

Ecológicos “por contingencia” (Marques Ribeiro, 2018) o en transición agroecológica, estos sujetos se expresan y se forman en esta dinámica contradictoria de un país que los ha ignorado históricamente y ahora los sacrifica junto al bioma pampa. Hijo y padre de las pampas, este ganadero familiar aún constituye una de las alternativas para re-considerar futuros posibles, un modelo de campo con gente viviendo en el campo. Sujetos que puedan destacar al medio rural como medio pedagógico, como alguna vez lo fue, para una juventud que lo puede relevar, tomando el “campo como opción, no como condena”, tal como lo expresaran más recientemente los productores familiares organizados en la Comisión Nacional de Fomento Rural (CNFR).

La educación rural

La ubicación del país dentro de los “pueblos transplantados” (Ribeiro, 1971) ha devenido en una idea de “país bajado de los barcos”, más como proyecto racializado que como diagnóstico. Más como matriz original, fundacional de la República, devenida en una mentada uniformización demográfica y pedagógica. Para parecernos a los países “desarrollados” del día de hoy, la escuela rural actual también está filtrada por programas escolares centrados en los resultados y en las competencias. En parte desarraigada, por momentos en un paisaje que le es ajeno, la escuela rural genera igualmente dispositivos didácticos, como por ejemplo salidas de campo, pasantías, o dentro del patio escolar, la huerta escolar o dentro del aula los germinadores de semillas, que posibilitan observar y disfrutar la coproducción de la naturaleza a pequeña escala. Sin embargo, en dichas instancias difícilmente se identifica el campo natural como paisaje propio, o sus especies, como medio pedagógico. Considerado más bien como “vacío ecológico”, no se puede destacar este tesoro que resulta invisible, estos cientos de especies nativas que pasan inadvertidas en el horario escolar, ignoradas, innombrables, indistinguibles. Pastos que —parafraseando ideas marxistas— ocupan un lugar tan subordinado (Scott, 2000) como los pastoreantes en la sociedad.

El guardián de las praderas (De Torres, 2013) nativas también es ignorado, de la misma manera en que su función de monitor ambiental es muy poco valorada. Mucho menos destacados son los servicios ecosistémicos que esos gauchos del siglo XXI producen al pastorear sin roturar el suelo, tan desconocidos como otros coproductores de los bosques nativos, o de la pesca artesanal.

Por otra parte, de acuerdo con aquella matriz modernizadora, la escuela rural uruguaya dio lugar a decenas de escuelas granjas donde el modelo del policultivo, la producción de pequeños animales, de hortalizas y frutos, rompían simbólicamente el esquema de los latifundios improductivos de la ganadería extensiva. Esta experiencia puede ser retomada, desde la agroecología y el cuidado del agua, aunque al día de hoy cuestionamos la alteración del medio natural a la hora de producir alimentos. Se trata, entonces, de diseñar sistemas de producción que aprovechen tanto la resiliencia de lo natural como la eficiencia de lo modificado; estudiar formas de rotación de actividades que alteren en la menor medida posible el modo en que la naturaleza se da para reproducirse a sí misma y, como enseña la permacultura, intentar imitarla.

Quizás como parte del paisaje, la escuela granja del siglo XXI podría ser una escuela “campera”, que recupere tecnologías apropiadas y saberes territorializados de los propios campesinos, o de los medios naturales que la rodean. Desde los conocimientos ancestrales del manejo del caballo (herramienta histórica de la coproducción ganadera) hasta la relación de igual a igual con la naturaleza que los pueblos originarios nos legaron. De la investigación de la sinergia que campo y bosque nativos generan como mosaico, hasta la diversificación de la producción de alimentos y la obtención del valor agregado del trabajo artesanal y colaborativo de la “gauchada”.

Esto requiere no solo un nuevo programa escolar agroecológico, sino también de formación de docentes rurales: una formación agro-hidro-ecológica, que supere las consignas del gremialismo limitado a las reivindicaciones salariales y de condiciones laborales, pero también las consignas del ambientalismo que solo dice no a los megaproyectos, sin presentar alternativas que la ciudadanía rural necesita para reexistir.

La formación de sujetos colectivos rurales

El movimiento obrero no explica en Uruguay la lucha por la tierra, ni desencadena un proceso de formación de clase como el que estudia Caldart (2000) para el caso del Movimiento Sin Tierra en Brasil en cuanto principio educativo y sujeto pedagógico. Los movimientos sociales en el Uruguay moderno han sido movimientos principalmente urbanos, tanto los que se expresan por los derechos humanos como los feminismos, desde los afrodescendientes hasta la re-emergencia charrúa, el cooperativismo de vivienda y el movimiento obrero. Quizás el movimiento ambiental fue el único que logró superar esa barrera urbano-rural en momentos puntuales (entre el 2011 y el 2013), pero retornando con la crisis del agua del 2023 a una lucha metropolitana inédita, en la cual se desató el principal ciclo de protestas cuando salía agua salada del río de la Plata en las canillas de Montevideo. Una serie de aprendizajes políticos de dichas movilizaciones permitió la conformación de agendas compartidas entre el movimiento ambiental y popular (urbano) y los sujetos colectivos del interior profundo.

Lejos de investigar los discursos como marcos de los actores del conflicto ambiental (Merlinsky, 2013), la perspectiva del sujeto popular (Rebellato, 2000) nos lleva a identificar tanto en la ciudad como en el campo sectores desposeídos que forman parte de diversos proyectos de emancipación y resistencia, junto con activistas de distintos niveles socioeconómicos que confluyen en luchas que intersecan cuestiones ambientales, agrarias, sociales, entre otras, sin que exista un sujeto principal o hegemónico de las transformaciones sociales hacia mayores grados de justicia, o democratización de la sociedad o el bienestar.

Frente a la desposesión del capital en el territorio, se generan procesos formativos de sujetos colectivos diversos, que se fecundan mutuamente (Rebellato, 2000) y a los que podríamos caracterizar como luchas anticapitalistas por la vida, aunque no sean estrictamente luchas de clases sociales. Tal es el caso del movimiento del pueblo afrodescendiente, que comprende que en el norte del país la influencia de la esclavitud brasilera extendió por cinco décadas la abolición de esta (Palermo, 2008), y adquirió las características de una esclavitud vinculada al sistema de estancias. De ahí que comienza a destacarse la importancia de recuperar las afrorruralidades diversas que erosionan la cultura política del racismo estructural reclamando reparaciones para su re-territorialización.

Los descendientes de pueblos originarios comienzan a valorar los saberes ancestrales presentes en los oficios rurales y en las culturas de campos, montes y ríos. Lejos de los planteos esencialistas, comprenden la campesinización de los sobrevivientes y el encuentro de diversas etnias que ocurrió en el campo como crisol de los explotados. Por esta razón, es en el proyecto indígena territorializado en la ruralidad donde se subjetiviza el pueblo originario, donde puede autorreconocerse, al investigar/reconocer sus propias raíces, al dar rienda suelta a otra forma de vinculación con el campo indígena, con el monte indígena y con el agua dulce. Se reconoce en la ruralidad la huella de los herederos charrúas, guaraníes y de otros grupos étnicos que aún conservan una biblioteca de sabiduría de vida, que puede legarse a las nuevas generaciones.

Los activistas ambientales comprenden que la oposición al acaparamiento del territorio se puede dar acompañando a quienes conviven con el territorio, para lo cual es necesario respetar los modos, la sensibilidad, la cultura política y el lenguaje del interior rural. Dado su carácter muchas veces urbano, se vuelven conscientes de su extranjería en ciertos territorios, y paradójicamente se vuelven cada vez más soberanos. Porque es en el encuentro, y no en el “desembarco” de los activistas ambientales en la ruralidad, donde son capaces de encontrar las herramientas para generar el protagonismo de los primeros involucrados en los conflictos, superando la agitación y la propaganda citadina, por el aprender a escuchar “escuchando” (Lenkersdorf, 2008).

Los sindicalistas y militantes de las izquierdas que suspenden esquemas binarios para prestar atención al nacimiento de sujetos colectivos. Que no pretenden poner arriba lo que estaba abajo, ni se encarnizan con encontrar en las culturas tradicionales indicios de posibles derechas. Aprendiendo una nueva mayéutica, que enseña a parir una nueva cultura política desde las entrañas, desde dentro hacia fuera (Díaz, 2021). Superando la “inserción” de afuera hacia dentro, del puerto hacia el campo; descolonizando el proceso de intersubjetivación, en el cual, como resultado del propio encuentro, los más “ideologizados” se territorializan de distintas formas, y los más territorializados se politizan, en un paciente proceso de diálogo intercultural nada ingenuo.

Consideraciones finales

A diferencia de otros países latinoamericanos, en Uruguay no faltan escuelas rurales para los niños. Sin embargo, todos los niños en la escuela deberían poder elegir. Mientras haya un único programa escolar que no habilite la formación profesionalizante agraria y rural, a la escuela rural le falta libertad. Tampoco se debería imponer la ruralización, sino abrirla como posible. Para que no se vuelva “condena” ni falsa expectativa debería apoyarse en lo que el propio medio genera: conocimientos artesanales, quehaceres y saberes de vida, valores de igualdad, convivencia sin violencia y apertura a proyectos de vida diversos, colectividad que trasciende el individualismo, sentido de lo común o de los bienes comunes.

Una escuela completamente mimetizada con el medio no educa, repite. Pero tampoco una escuela aislada del paisaje es capaz de generar ese diálogo intercultural (Rebellato, 1999). Por ello, en un suelo rural, aún mayoritariamente de campos naturales que coproducen agua dulce, la escuela podría ser “campera”, territorializada en el principal ecosistema del país, el cual por ser natural y cotidiano todavía le resulta “invisible” al sistema educativo, como el agua para el pez, salvo en épocas de catástrofes climáticas, cuando nos acordamos de que los ecosistemas nativos resultan nuestros aliados.

Una escuela donde se supere el prejuicio que identifica a la cultura ganadera con el latifundismo, y que valore otras pautas de consumo y producción, más vinculadas con la gratuidad, el trabajo independiente y el deseo de la vida al aire libre, sabiendo que los mundos rurales (hasta los de un país pequeño) no se pueden uniformizar, y que habrá otras escuelas rurales con señales de sus propios ecosistemas, de donde surgen sujetos pedagógicos diversos y articulados.

Estas escuelas por ser diversas no deberían generar desigualdad ni enseñar cosas diferentes, como si el conocimiento pretendidamente “universal” no se pudiera enseñar en todos lados, aunque con distintas estrategias. Pero también sería posible “enseñar todo a todos” ruralizando la educación, tanto del campo como de la ciudad, desde el germinador o la huerta escolar y más allá, pedagogizando el paisaje.

Allí los sujetos colectivos y los movimientos sociales tienen un papel por desempeñar, como lo hizo el magisterio rural en el siglo XX, devolviendo al discurso estatal-capitalista sus propias ilusiones, ajustando sus estrategias a las distintas etapas del país. Frente a la obligación del Estado de educar, los movimientos reclaman que haya espacios públicos de deliberación y que no sean las políticas de hechos consumados por las corporaciones en los territorios las que impongan los significados de lo que pasa en el mismo. Frente al derecho de los ciudadanos a estudiar, se pueden abrir más oportunidades para que los proyectos de vida vinculados a la naturaleza sigan siendo posibles, contando con una preparación adecuada, científica, tecnológica y a la vez nutrida con la recuperación de los saberes populares del lugar. Frente a los discursos de la igualdad ante la ley, se puede evidenciar la restricción de oportunidades para las mayorías, y los mecanismos de selección meritocrática que siguen legitimando desigualdades.

La crisis hídrica del Uruguay en el 2023 (así como la inundación del fronterizo Río Grande del Sur en el 2024) demostró que se necesita una pedagogía del agua, no solo para atender las zonas más críticas, que no casualmente son las más alejadas del campo nativo y de los cursos de agua naturalmente forestados.

Una pedagogía, que es una enseñanza de la propia agua como sujeto de derechos, que ante sequías extremas llevó al ser humano a mirar no solo hacia arriba (para ver si llueve), sino también hacia el suelo, a buscar los acuíferos, para saber con qué reservas se cuenta y cómo las estamos tratando (Díaz, 2023). El ejercicio de la soberanía hídrica requiere el conocimiento de los reservorios, que muchas veces es mayor por parte de las multinacionales (que han explorado distintos yacimientos) que por parte del Estado. Por esta razón, las prácticas educativas podrían potenciar esta pedagogía, ya que no basta con la declaración del artículo 47 de la Constitución de la República del agua como derecho humano esencial (del año 2004), si no hay un ejercicio soberano sobre el territorio.

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  1. Doctor en Ciencia Política. Profesor Adjunto de la Universidad de la REpública (Uruguay) diazpablouruguay@gmail.com ↩︎
  2. José Batlle y Ordóñez fue presidente del Uruguay en dos periodos de gobierno, entre 1903 y 1915. ↩︎
  3. Periodo desde 1945 hasta 1955 marcado por el Gobierno de Luis Batlle Berres entre 1947 y 1951 ↩︎
  4. De acuerdo con informes oficiales, el 53 % de las escuelas rurales del país tienen menos de nueve niños (ANEP, s. d.). ↩︎